Veníamos de la librería Lerner en la calle noventa y dos. Buscábamos un obsequio en compañía de mamá. Según se convino en la mañana al término de dos minutos y medio de conversación telefónica, una copia de la edición de seis volúmenes de los Escolios a un Texto Implícito (Obra Completa) de Nicolás Gómez Dávila sería más que exagerado homenaje con motivo del cumpleaños de Camilo Gómez, estudiante primíparo de economía en el Colegio Mayor de la Universidad del Rosario, y sobrino de ella, además.
No ocultó mamá su sorpresa al hacerme saber hace un par de noches que no tuvo noticias suyas sino hasta la semana anterior, cuando él mismo llamó a informar sobre su deseo de que ella lo acompañase en una modesta cena de celebración, en su casa, con ocasión de la reiteración número dieciocho de su fecha de nacimiento, y acerca de otros detalles. No disimuló su estupefacción tampoco después de leer los comunicados clandestinos, como más convenía a Luis Carlos Restrepo que permanecieran, antes que se entrometiera José Obdulio Gaviria.
—Tienen huevo—, dejó escapar una risita traviesa.
No suficiente bombo dieron las gratas noticias provenientes del hogar de mi primo, el olvidado olvidadizo, tratándose de un silencio prolongado en dos años el que las antecedió.
De manera que tan pronto mostramos la espalda a la librería no dimos ni cinco pasos a un ritmo normal hacia la carrera quince, cuando ya habíamos disminuido la intensidad de la marcha con tal de no perder detalle de las novedades expuestas en la vitrina en forma de L de la tienda de discos (y películas, y complementarios) Tango, y doblamos por la esquina a la derecha, dirigiéndonos hacia el sur.
Caminé distraído, asintiendo apenas sin siquiera prestar atención a los comentarios con ánimo de crítica, que bien se cuidó de hacer en voz baja mamá, a una mujer que se negó a recoger los tres trozos de excremento que su perro dejó olvidados en plena carrera quince, alegando ésta nada menos sino el derecho conferido por la Constitución Política de Colombia a los contribuyentes, de pasar por alto que su perro cague donde le antoje, ante el reclamo de un patinador que hacía un limón apretado entre sus labios de una ramita endeble con que limpiaba la materia fecal embarrada principalmente a largo y ancho de las ruedas de sus patines (hasta entonces con resultados devastadores si su intención era culminar la tarea antes del mediodía de pasado mañana); pensaba entretanto, en que el ingrato, así como el oportunista o el vividor, nunca dará un paso adelante para acercarse a los suyos con sentimiento inmaculado de interés, a menos que éstos no hayan hecho previa manifestación de su voluntad de regalar, prestar, socorrer, ayudar, halagar a aquél.
—¡Mal parida! —, agitaba el brazo el patinador a la vez que se resignaba en ver a la mujer del perro alejarse sin mirar atrás, triunfante, orgullosa de haberse salido con la suya (que, siendo justo, es la de muchos), y trayéndome de vuelta a la realidad.
Hice bien en poner en duda que esa mujer esté en absoluto dominio de sus facultades y capacidades asociadas a ser humano, como para ser considerada calificada de pagar el IVA sin valerse de su marido o del burro ex marido. Debiera ser él quien se incline al piso a recoger la caca de aquella mujer mientras ella hace lo propio con la de su perro.
... a seguir.
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