Suenan como patas hundiéndose en la arena. Giras sobre tus pies, das un paso, y crujen bajo ellos como hojas secas.
No he venido hasta acá simplemente a apoyar mi pie sobre las cucarachas que aparecieron no sé de dónde ni cómo, valiéndose del tumulto para pasar inadvertidas, y luego, al ser las migajas causantes del alboroto removidas del suelo, se escabullen entre las hendiduras de las paredes y reptan a través de las alcantarillas (a reunirse con sus amigas entrañables, las ratas).
Hasta aquí me trae, en cambio, la voluntad de dejarme caer, y matar cuantas no consigan huir.
La pena, pese a ser honda, no es causa de su muerte. El horror de la pena lo sufrimos otros. Por eso la llaman ajena.
El rubor que ascendiera e iluminase mi rostro es poco comparado con la rutina de retorcimientos, tendido en el suelo, después de encontrarme con la majadería propia de quienes hablaron de Gabriel García Márquez con la confianza que da una amistad íntima. García Márquez, convaleciente, no tuvo aliento de sentir pena ajena dos días atrás cuando se celebrase el aniversario número ochenta y cinco de su nacimiento, repleto de citas (con sus respectivos errores ortográficos) de libros no leídos, o bien confesiones orgullosas del carácter de obligatoriedad que tenía la lectura de Cien Años de Soledad en el octavo grado.
No he leído la mayoría de sus libros, pero me gusta creer que entendí los pocos que pasaron por mis manos; aunque sí me conmovió la inquebrantable voluntad de Florentino Ariza que puso a prueba la indiferencia eterna de Fermina Daza, hasta embarcarse en el Nueva Fidelidad y navegar, carentes de una vergüenza que nunca debieron sentir, contando con la complicidad del Magdalena, y amarse por siempre; siempre me crispó el ánimo la idea proyectada por mi imaginación de las tripas azules, sucias de tierra y polvo, colgando del vientre abierto de Santiago Nasar.
Es una hazaña. Ese Premio Nobel bien pudo, a ojos cerrados, haber sido conferido a Jorge Luis Borges, si no al gigante Julio Cortázar.
Quiero ser hoy mosca en leche. Hacerla rancia, agria, mala leche, al gusto de todo aquél que como costumbre tenga beber de los triunfos ajenos (así como de la pena). Defecar en ella, por si acaso le quedan deseos de manosearlos, a él y a su obra, a voluntad; de utilizar su nombre para levantar escuelas de paredes desnudas al yeso vivo.
Por fortuna nos queda su legado, su herencia inmortal. Héctor Abad Faciolince, Fernando Vallejo, Juan Esteban Constaín, Tomás González, por nombrar únicamente a los que siento más cercanos. La vieja disciplina renovada hoy.
Gabriel García Márquez, me da pena (de la mía) decirlo, es otro falso positivo que hoy ya fue desplazado por el día de la mujer, y el anterior, mañana por el del acordeón.
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