Tampoco estuvo satisfecha mamá por la felicidad infame que le di cuando me tuviese de vuelta, yo de rodillas, mi cabeza apoyada en su regazo, al término de cincuenta minutos durante los que condescendiera, contra su voluntad, a verme reptar sobre el tejado de la casa de los Wells, superando las ramas del árbol vecino que la abrazaba, manteniendo el equilibrio, y evitando la tentación de mirar hacia donde podría caer, si apoyaba mi pie en una pieza de teja cerámica suelta, o si mis manos me dejaban resbalar.
Evidencia de la angustia de mamá fueron los cabellos secuestrados por sus uñas; tal fue la desesperación con que se aferró a su cabeza con ambas manos. Ademán incierto que le daba la certeza de no perderla.
Lo que nadie supo, salvo Manuel Antonio Wells y yo, es que el balón había rodado por la calle hasta detenerse a sus pies, insólita suerte que no le dejaba más remedio que lanzarlo de un puntapié, a perderse por siempre. El balón rebotó contra el tronco del árbol y fue a dar tras la chimenea que, a manera de una enorme boca que fumaba en las noches, sobresalía del tejado de su casa.
Como cuando en mis tiempos de “estudiante” el concubinato con la botella me impedía en jornadas interminables volver a casa antes del amanecer del segundo día de parranda. No hace falta que imagine a mamá, tendida en la cama, sus párpados livianos, intercediendo ante dios por mi suerte, a la espera de una llamada que le informase acerca de mi paradero y le diera la tranquilidad de saber a cuento de qué preocuparse por mí.
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