martes, 16 de agosto de 2011

CAPÍTULO I

Conversaba agitadamente por teléfono.
Me costó un mundo comunicarme, ah Dios… sólo él sabe cuánto tuve que sufrir para  que la maldita telefonistaoperadora esa de mierda, me colocara la cita para el puto exámen de la citología esa de mierda,  mañana. Pausa de tres segundos eternos, suficientes para que la vieja pelirroja se callara de una vez, dejara el vaso que sostuviese lleno de gin hasta ese instante, vacío sobre la repisa del piano, agarrase su pelo para arrojarlo en seguida, como si le hubiese punzado al sentirlo la palma de su mano, y, después de soltar un suspiro afligido, buscara su mano libre el cuerno del teléfono que agarraba con la otra. Marta, Marta, me dices. Responde con orgullo –aunque preferiría hacerlo con ironía- Marta.
VÉ Y UNDE EL DILDO QUE HE DE COMPRAR EN EL HEDIONDO PELUDO BOTAGREDA OCULTO TRAS ESE ROSADO CARNE-DE-CERDO  ESTRIADO CULO DE TU PUTA MADRE, MARTA, no me importa, qué cuerno vas a importar rufianea  roñosa rigorosa resplandeciente rastrera rata ta tata resobadaresobrada ríoquetellevaqueteríascuandotejoda robertorockandroll ru ru, mi sol.
Yo le diría eso si estuviese del otro lado del teléfono. No daría mi brazo a torcer frente a ninguna petición de esta vacateta. Que abra sus piernas cuando deba y que las cierre cuando le convenga. Pchssst. Estoy dejando caer la ceniza de mi cigarro sobre el descansabrazos del sofá. Luce costoso, es de cuero curtido por el sudor de los brazos y los culos, el licor y los demás refrescos y las viandas que han caído sobre él, el sol, la ceniza torpe que saltó de mi cigarro, en fin, es mejor fingir sorpresa, después vergüenza y enmendar el destrozo con el mayor interés e idoneidad -lo hago a la vez que sospecho que alguien me observa, trato de rastrear con el rabo de mi ojo izquierdo sin tener éxito, en seguida, con ambos ojos y cautelosa atención vigilo y sigo el procedimiento que hace efectivo mi mano, primero recogiendo las cenizas derramadas en la enmendadura entre el cojín y el descansabrazos, después arrojándolas en el fondo de un tarro de metal  de mentas inglesas que menester de servir como cenicero, con gentileza recibía la carga de mi culpa y, en efecto, las cenizas depositadas allí a propósito-, mejor me incorporo y exclamo un suspiro a pulmón lleno en tanto me he dado cuenta de que mi presencia no ha sido notada sólo cuando inclino mi cabeza hacia el auditorio, y veo un boceto naturaleza-muerta repugnancia todo, hasta respirar, hasta el tuétano; desvío mi mirada a la derecha, al otro extremo del sofá, veo improperios eyaculados por la boca del gordo con sonrisa de guasón en forma de gotas de saliva cargadas con minúsculas partículas de chitos que se estrellan y se derramanpegan en toda la ridiculez de la cara de la tortuga esa que soporta (el maltrato) (las ofensas) sólo por evitarse que el tipo oriental con quien salía intentara de nuevo romperle una botella sobre la cara cuando volviera a descubrir que le seguía siendo infiel; desde la silla perpendicular al otro extremo del sofá, enfrente a la integridad orgullosa del piano, expulsados, desde las tetas… las tetas… las tetas que cuelgan del pecho de la perra… un momento… no, desde la boca más seductora jamás imaginable cuando está cerrada, y la más inaceptable cuando expulsa sus acostumbrados berridos insoportables para terminar siempre fingiendo su carcajada insoportable, hacia la chica rubia inclinada, apoyada en una rodilla mirándola con indiferencia a la vez que acerca una mano a recoger un encendedor desechable, segundos antes, dejado caer al piso, al lado de mis inquietos pies; mi interés por la rubia es distraído y alzo de nuevo la mirada, frente a mí señalándome, de pie, dándole la espalda al otro sofá, risotadas y choques de copas forzados entre dos viejos amigos y Marta, de sapo, de rana, de lo que sea, entrometida y morronga, cómo no, en frente de mí al otro lado de la habitación, clásico; vómito que salta desde el otro rincón de la habitación y cae sobre la tortuga, clásico de la perra maldita Marta; la rubia se incorpora y, de un salto, está en medio del compás que describen mis piernas abiertas, me mira, hace una mueca que no estoy seguro si se deba a la lástima que le causa que se ha estropeado toda la parafernalia interpretada a gusto del culo agotado de la tortuga y un litro de vómito, permítaseme aumentar el concepto de éste como: obediente con rigor a la gravedad, presuroso por abandonar su sitio de encefalizaje y serenamente, recubre la piel del pecho y los hombros y los brazos no protegida por el vestido noapruebadevomitones con la hedionda caricia de las gotas espesas, los chorros abarrotados de suciedad y, puaj… ¿Qué el demonio son tales saetas rojas entre el vómito que se distingue sobre las mejillas rojas de la menospreciada tortuga?... carajo, sangre. Es, en verdad, lastimoso, descifrar que la tortuga obstinadamente mira al piso para no perder el control (se da ánimo convenciéndose de que si no pierde de vista el piso no habrá lugar a caer), no tanto como admirarme tirado en el sofá mirándola (a la rubia), sonriéndole; se da media vuelta, se acerca a la insoportable y le dice algo al oído, pero no me logro enterar de lo que sucede, hasta que la insoportable saca un espejito de su cartera y se lo entrega a la rubia que presurosa, corre hacia el baño a ofrecerle un pase a la metralleta de nausea que asumo es Marta, porque es la única que hace falta.

MalditaMartapuercaputrefactasidosaculoderatagonorrealetrinadecualquierazongaputona… hasta  uribista será. De inmediato, las mujeres corren y se acuartelan en el baño en pos de socorrer a malditaMarta; en realidad, una, la rubia, que como amazona se armó de tres adictas más –la insoportable, la tortuga, que preferiría aspirar un poco de las delicias proporcionadas por el buen Uncle Fester, reconocido traficante de cocaína en Bogotá, y otra que salía corriendo de la cocina para unirse después de sentir el grito de batalla que emitía su camarada; a decir verdad, no había visto antes a la que permanecía en la cocina; rubia y séquito seducidas por la responsabilidad de mantener en pie a una valiente caída en combate y, de paso, a ellas mismas.
Ante la inesperada ausencia de las damas la atención se dispersa de nuevo y sigo tendido sobre el sofá y de nuevo me doy cuenta que nadie ha notado mi presencia, nadie en absoluto, nadie durante mi último lagerlagerlagershoutingmegamegawhitethingmegamega. Alguien me observaba, de eso estoy seguro.

No hay comentarios: