“… Levántate hijo, se te hizo tarde”. Me sacudía en el hombro mi mamá. Pese a que mis párpados se resistían a despegarse, no había olvidado que sería un día importante si me defendía con pericia. Y defenderme, sí, de tres parciales, un tridente infernal con el que la universidad no desperdiciaría ocasión en agujerearme el entusiasmo, y de paso el culo, de permitírselo. Macroeconomía I, Estadística Diferencial y, la más satánica de todas: Optimización I, la razón por la que muchos habían abandonado la carrera y otros tantos se hacían viejos resistiéndose a Luis Alejandro, un matemático de la Nacional que despreciaba a todos y cada uno de sus burgueses alumnos. Hacía bien, en la Sabana únicamente estudiamos burgueses frívolos, y aspirantes a burgués también, carentes de espíritu, jóvenes infames sin una pizca de apetito consciente por la realidad.
Doy media vuelta sobre la cama y me dejo enrollar entre las sábanas. Estiro la mano como un ciego, los dedos abiertos y los ojos no, buscando el control remoto del televisor sobre la mesita, tropieza mi torpe mano con un vaso que hasta la noche anterior contenía agua; el estruendo del vaso chocando contra el piso de madera me estremece y, pum, abro los ojos. Lo primero que veo es el radio-reloj que marca las 2:27AM. Sacudo la cabeza con incredulidad y froto mis manos en los ojos. Me pongo en pie de un salto y me dirijo a reclamarle a mi mamá por haberme despertado a esta hora. “En la madrugada hubo un corte en el fluido eléctrico, hijo”, me explicó mientras me extendía una taza de café negro sin azúcar, como debe ser. Giró sobre sí para ocuparse en los huevos revueltos que yo habría de comer minutos más tarde. “Bueno”, pensé, “eso explica que el radio-reloj marcara las 2:27AM, y que la electricidad se restableció hace dos horas y veintisiete minutos.”. Además de los huevos y el café también comí leche con cereal. Volví a mi habitación tan pronto terminé con el desayuno y reanudé la búsqueda del control remoto. En la mesita de noche no aparecía, ni encima ni al interior del cajón, donde busqué tres veces antes de cerrarlo definitivamente. Revolví las cobijas, las alcé sobre mi cabeza, las sacudí una tras otra y tiré al suelo resignado. Me apoyé sobre mis manos y rodillas para buscar bajo la cama, y ahí estaba ocultándose en el fondo de un zapato. Me apresuré a tomarlo y lo apunté hacia la TV; al encenderse ésta, el canal sintonizado era MTV y pasaban el video de Chase The Sun interpretada por Planet Funk. Abandoné a la habitación como única audiencia del televisor. Me saqué la ropa de encima y me dí una ducha corta cantando, “I’m flying away, Running like the wind, As I chase the sun”. Y, si bien es cierto que masturbarme sería útil en tanto que mi propósito es quitarme la ansiedad de encima, no cuento con tiempo suficiente para desarrollar tan delicado procedimiento y me limito a sacudir el pito.
Al terminar de vestirme ya el reloj de la cocina marcaba las 5:57AM, me rindió el tiempo considerando que perdí casi 10 minutos buscando el control remoto del televisor. Tiempo suficiente para tomar el transporte público y llegar antes de las siete a la universidad; no sería capaz de enfrentarme al primer parcial, el de Estadística Diferencial, sin antes fumarme un cigarrillo.
Aunque el sol se levantaba y la cuidad despertaba, mi compañero de lugar en el bus seguía soñando y dejando caer sus babas sobre su brazo. Unos pálidos rayos de sol se filtraban por la cortina que antes había cerrado el bello durmiente –quien ocupaba el puesto de la ventana-. Me apeé del bus y una larga fila de gente se formaba a la entrada de la universidad: Un arrogante vigilante, no obstante ser semana de parciales, se empecinaba en que todos y cada uno de los afanados estudiantes le enseñaran su identificación y, de paso, algo de colaboración y educación. Desenfundé mi documento con tal de ser admitido mi ingreso. Me dirigí al edificio E y, antes de reunirme con mis compañeros, fumé un cigarro, sentado en el suelo, dejando que el sol me calentara las piernas y me fastidiase la visión. Arrojé la colilla en una caneca y apagué el MiniDisc –que reproducía, hasta ese instante, una mezcla de Dave Seaman-. Subí las escaleras, busqué el salón y me apropié de una silla en la primera fila. Me puse de pié de inmediato, pues el profesor no llegaba aún y necesitaba orinar; los nervios me estaban matando. Desocupé mi vejiga y dí un suspiro alentador para mí mismo. Volví al salón y el profesor ya estaba ahí, apoyado en su atril [aclaración, en la Sabana cada salón cuanta con un atril para que el profesor que así lo requiera dirija discursos, emulando a un dictador orando a sus oprimidos lacayos] flirteando con una estudiante que, ni corta ni perezosa, dejaba entrever que no vestía sujetador esa mañana. Llegado el momento, el lujurioso docente entregó la baraja de exámenes a quienes nos ubicábamos en la primera fila. Tomé el grueso paquete entre mis manos, elegí uno para mí, y pasé los demás a quien se ubicaba tras de mí, sin siquiera mirarlo, o mirarla. Tablas T, campanas Gauss, muestras ordenadas simples, con repetición y sin ella, en fin. Terminé antes que todos los demás, en realidad fue más fácil de lo que imaginé. Así que, consciente de que no podía darme el lujo de desperdiciar un minuto, busqué una mesa disponible, alejada de los bulliciosos jovencitos, y abrí mi libro de Krugman; el parcial de Macroeconomía I aguardaba por mí. En medio de índices inflacionarios, fiat, M1, M2, y demás, se me agotaba la iniciativa; observé a Daniel Medina que caminaba como sin saber hacia dónde ir, no le quité la mirada de encima, él lo notó y se acercó a mí con cara de “a que no sabes”. “Marica”, me saludó, “¿si se enteró?”. Sólo inquirí levantado mis cejas. “Acaba de estrellarse un avión en el World Trade Center”, me informó. Estiré mi brazo izquierdo con tal de revisar mi reloj pulsera, como si no me interesara lo que acababa de decirme. Silencio. “¿Macro?”, preguntó Daniel. Asentí no más. “Después me explica, marica.” Dijo Medina, levantándose, para dirigirse así a la máquina expendedora de snacks. Se perdió de mi vista y volví a sumergirme en mi materia de estudio. A pesar de no sentirme a gusto con lo que sabía para el parcial, cierro el libro y reviso la hora de nuevo, mis pensamientos no son tímidos y se mezclan con mis conocimientos, “Habrá de haber sido algún piloto de avioneta extraviado”, pienso, sin darle muchas vueltas al asunto. Faltan tan sólo 5 minutos para que sean las 9AM, guardo mi libro en la mochila y me dirijo al Edificio G, donde debo acudir al parcial de Macro. Cuando llego al salón me sorprende que está más concurrido que de costumbre. Me abro paso entre la muchedumbre y están Germán, el profesor de Macro, el decano de la facultad (no me pregunten su nombre, nunca lo supe), y otros estudiantes mirando al televisor que, en una esquina del salón, sirve como apoyo audiovisual y, en este caso, como portador de malas nuevas. Para mi sorpresa, no es una avioneta lo que ha chocado contra una de las torres gemelas del World Trade Center en New York, es un avión comercial, en cambio, un Boeing 757 según informaciones de NBC. El edificio norte fuma copiosamente. Miradas atónitas. La imagen que proyecta el televisor no cambia durante varios minutos, únicamente cuando la transmisión se dirige hacia las preguntas que se hacen en tierra los inquietos periodistas, “Excuse me, sir. Did you see what happen?”. Negativas. La gente no puede menos que alejarse del lugar. Ente tanto, los periodistas en estudio no saben más que hacer conjeturas, especulación sin sentido y confiar en el informe que se transmite desde un tímido helicóptero que se confunde entre el humo cuando, de repente, se vé un avión volando sospechosamente bajo, acercándose al lugar del apocalipsis y, pum, entra por un costado de la torre sur para salir convertido al otro lado en una bola de fuego. Una bola de fuego, un sol, qué digo yo. “Another collison”, dicen en NBC, y silencio. En el salón de clases, el asombro y las bocas abiertas son interrumpidas por un sonoro “Hijo’e puta” que sabrá Dios quién lo escupió. Ni siquiera el decano se atrevió a reprender.
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