La abuela Mercedes sufrió un accidente cardiovascular en
agosto del 2008, que comprometió su capacidad motora y del habla. Salí en
chancletas y pijama, después de dejar a mi abuela desayunando en la mesa frente
a un huevo cocido y una taza de café con leche y tostadas, a fumarme un porro
al Parque del Virrey sin temor de ser observado y señalado por los deportistas
matutinos que frecuentan el lugar. No sé por qué, pero el porro se resistió a
que lo fumara; quizás la idea de trascender a expensas de mi intrascendencia lo
hizo desistir.
Al regresar, encontré a Mercedes
tendida en el suelo sobre un costado con un gran chichón en la frente. Ella ya
había manifestado síntomas de vejez con comportamientos extravagantes, de
manera que interpreté su postura como otro de aquéllos. Le hablé y ella
únicamente balbuceaba y sonreía. Reía. Exhibía babas en su pijama. Fue cuando
entendí lo que había sucedido durante mi ausencia y me sentí afortunado de
haber guardado el porro en el bolsillo del pantalón del pijama en lugar de
fumarlo en el parque. Si mi capacidad de reacción en ese momento fue torpe y
atropellada, no quiero imaginar cómo habría sido de haber fumado el cannabis: primero
me hinqué al lado de ella y le susurré al oído preguntándole cómo estaba. No
hubo más respuesta que un balbuceo con tono de disculpa, siempre con una
sonrisa. Luego corrí a la habitación principal y agarré el teléfono y marqué el
123. Al otro lado contestó un asesor que no cesaba de hacer preguntas para las
cuales no conocía la respuesta, que la edad de nacimiento de mi abuela, que el
número de su cédula… que si habría tenido sexo en los últimos veinte años, me
dije mentalmente a manera de broma, sin pudor. Expliqué la urgencia de la
situación al teleoperador. Indicó aquél que una ambulancia llegaría al
domicilio que le dicté antes apenas una estuviera disponible. Visiblemente
abatido llamé a informar a mi tía Clara de lo sucedido, pues mi madre se
encontraba dictando una clase de Antropología Médica en la universidad.
Mientras esperaba a la ambulancia y a mi tía seguí las indicaciones que ella me
dio, y que claramente el teleoperador del 123 no estaba capacitado para dar.
Limpié los labios de mi abuela y le di a beber agua con un pitillo. La dejé en
la misma posición en que la encontré, a pesar de que daba muestras de incomodidad.
Llegó a
casa tía Clara antes que la ambulancia. Ya habrían pasado treinta minutos desde
que se hizo la llamada de auxilio. Tía Clara le hablaba a la abuela Mercedes.
Le limpiaba el sudor de la frente.
En
vista de que la ambulancia, después de cincuenta minutos no daba muestras de
llegar al rescate, y la angustia por la vida de la abuela se hacía más amplia, igual
que el chichón en su frente, que se tornaba marrón, morro marrón, desesperadamente
salí a la calle en busca de un taxi, con la gran suerte de que un
estacionamiento de ambulancias de carácter privado se ubicaba a dos manzanas de
casa, del cual no tenía conocimiento hasta ese momento. Al notar mi angustia, el
único conductor de servicio en el parador dejó caer pesadamente sus pies de la
mesa ante la que minutos atrás había estado comiendo roscón con Colombiana (el
regazo del conductor estaba cubierto de azúcar, y sobre la mesa descansaba una
botella vacía).
Para el
momento en que ya estaba preparado el desplazamiento de la abuela hacia la
clínica media hora después, ella atada a una camilla, boca arriba, con las
sirenas encendidas, se abría paso entre el tráfico la retrasada ambulancia de
la Secretaría de Salud de Bogotá, poniendo pereque, cuando ya para qué.
Tres
años después la recuperación de la abuela ha sido lenta. Es capaz de ponerse en
pie y de caminar con ayuda de una enfermera, come por sí misma, a pesar de que
su mejor amiga actualmente es una silla de ruedas, con la que rueda día y
noche, de su habitación a la sala, de la sala al comedor, de la que no se
separa siquiera para ir al baño, a la que le cuenta sus penas en sus momentos
de soledad, sin saberse si le escuche o no: una amiga fiel pero pesada de
llevar. Sí. De esos amigos, de los buenos, de los que llegan a la vida por
coincidencia y no por elección.
Compañía
a la abuela no le ha hecho falta. Todos los días, si no está resistiéndose a
que tía Clara le corte las uñas de los pies, a comer un poco más, espera a que
mamá le deslice entre sus manos una mantecada por debajo de la mesa, sin que
tía Clara o Mariluz, su enfermera fiel, se den por enteradas. Por mi parte, soy
feliz de no tener que cortarle las uñas de los pies. Me conformo con leerle mal
las noticias del periódico, con robarle una sonrisa. Que Uribe está enfermo de
cáncer a causa de unos implantes mamarios marca PIP; que Santos sufre de
incontinencia urinaria durante un discurso (?)
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