jueves, 8 de diciembre de 2011

SI TE DECAPITÉ, YA NO ME ACUERDO. RETRATO DE UNA LEY ALCAHUETA.

Escoltados como Dios manda, a la usanza de las operaciones militares tradicionales, por una caravana de  representantes de las fuerzas del estado colombiano, tres sanguinarios líderes paramilitares, Salvatore Mancuso, Ramón Isaza e Iván Roberto Duque, el 28 de julio de 2004, atraviesan la vía que conduce desde Santa Fe de Ralito hacia el aeropuerto Los Garzones, Montería, donde una aeronave los esperaba para conducirlos, sin escalas, hacia una base militar en Bogotá, y de allí al Congreso, no obstante su terrorífico poder en el norte del territorio nacional, a reclamar su lugar en la historia.
A agitar sus manos, a dar cátedra, a ponerse en el lugar de Dios. A reprender a propios y extraños a causa de la ligereza con que se han redactado las leyes. No es justo que después de haber descuartizado y asesinado, de poner en riesgo su pellejo, se dieran el lujo los comandantes y prescindiesen de estrechar las manos de sus socios. Así reza el nuevo mantra de moda, buen heredípeta ingrato que es su autor, “no me crean tan pendejo”. Explica Mancuso ante el desfile de asesinos a sueldo contratados –directamente desde la oficina de envigado- para su protección, el origen de los grupos de autodefensa “de forma espontánea y en legítima defensa propia y de nuestras comunidades, (…) empujados al abismo de la guerra por el vacío de poder y la barbarie”. Animado por sus camaradas parlamentarios, no pierde ocasión, pues, de intimidar también a sus rivales, haciéndoles saber que el todopoderoso está de su lado, y añade “Que Dios, a través de nosotros, realice sus designios de paz para todos los colombianos.” Aunque, ventaja desde el punto de vista de sus enemigos, su aliado más poderoso sería calificado de imaginario. Bien podría, por el contrario, haber hecho alusión el comandante, subordinado del de los afectos de Salud, a la calidad de mesías de su benefactor.


Protegidos al amparo de una ley generosa, alcahueta, en el estricto sentido de la palabra, los jefes de las AUC, muy cómodos ellos, y reconfortados en la negligencia de un sistema de justicia incipiente, fortín del asesino y traficante, del débil, azote implacable, lavaban sus manos con las lágrimas de viudas, madres y huérfanos indefensos “yo no ordené ese asesinato”, y sorpresivamente, dando un giro inesperado, compensaban a sus víctimas, palmaditas en el hombro, “yo averiguaré”. De mala gana. Todo a través de telones sobre los que se proyectaba, a propósito, el pálido rostro de la ley.
Aquél bochornoso espectáculo interpretado por los consentidos del gobierno anterior. La asistencia a las víctimas, por su parte, en manos del establecimiento, es irrespetuosa. Psicólogos del CTI sugerían a los dolientes explicarle a los niños la muerte como una manifestación de la voluntad de Dios –no se olvide que Dios está del lado de los buenos-, queriéndoles decir “la culpa no la tiene nadie”, mermando todo arresto espontáneo y deliberado en detrimento de que esos niños alimenten cualquier resentimiento contra la milicia o a las autodefensas. Una barricada mental que evite a la verdad sobreponerse a toda la tierra que han amontonado sobre sí. Así entonces, disminuidas las víctimas, exhausto su orgullo después de atravesar el país, de cabo a rabo, rogando por clemencia y recibir a cambio portazos en sus narices, deshidratadas a causa del llanto ininterrumpido, les son restituidos algunos cortes transversales de vértebras y fémures fragmentarios, dos centímetros de diámetro describen los orificios perfectos que explican la causa de muerte en los cráneos, ocasionalmente. Dispuestos los restos en osarios demasiado grandes para ser depositados apropiadamente en las fosas de los cementerios públicos, pompa y circunstancia amenizan al son de una organeta.


Gracias a Dios, la política de seguridad democrática enfiló, sumados a los de la educación y la salud, sus esfuerzos y recursos a recuperar las zonas tomadas por la delincuencia. Brindar sosiego a la población civil dejando descansar sobre el regazo de un estado comprometido con la prosperidad todas sus angustias, a expensas de extender esa certidumbre por fuera del palacio presidencial.
Pese a transmutarse estas prácticas en una política de abuso en menoscabo del campesino, la seguridad favoreció el despojo de tierras, feria del latifundio para grandes terratenientes. ¿Quién mejor para aumentar su productividad? Con la bondad del político, dibujando sonrisas retorcidas en sus rostros, mirándolos por encima del hombro, fueron restituidas sus tierras a los campesinos cuando, en realidad, el aparato militar de la nación –ejército, armada y fuerza aérea- defiende la política del pillaje.
Corríjame si me equivoco, ¿no es peculado acaso en gravísima consideración, si no antes una actuación criminal intestina, la acción de destinar los recursos (de toda índole) de una nación aislada en la indigencia, al asesinato de líderes sociales y sindicales, campesinos, ejecuciones extrajudiciales de desempleados y drogadictos, lacra inmunda, lastre inútil con el que arrastra la sociedad, nunca objeto de programas sociales de rehabilitación, haciéndolos pasar por guerrilleros o paramilitares dados de baja en combate? Política de la sustracción. Menos mercenarios de los qué preocuparse; menos desempleados, tres mil aproximadamente; menos recursos destinados a inversión social; menos honestidad; menos amenazas terroristas marcadas en el pecho con la escarapela OPOSICIÓN. A menos que mi juicio sea arbitrario.
En resumen, identificada con el número 975, la Ley De Justicia Y Paz tenía por objeto principal, entre otros, al momento de su implementación en el año de 2005, “facilitar los procesos de paz y la reincorporación (…) a la vida civil de miembros de grupos armados al margen de la ley, garantizando los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación”. Nanay cucas. De eso tan bueno no dan ni cincuenta pesos de nada.
Miles de familias abandonadas a su muerte, al dolor de no saber qué es peor, si hallar entre matorrales el cuerpo de sus maridos, hijos y padres, decapitados, o, por el contrario, no tener ni idea de a dónde fueron a parar. Ésto no hay con qué repararlo. “Uno siente como una papaya atravesada en la garganta… las palabras no salen”, pienso; esbozo una sonrisa triste al caer en cuenta de lo ridículo y tropical que suena eso de la papaya, tratándose de asuntos tan delicados como es el de la paz.


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