A las diez de la mañana ya se han intercambiado los comentarios que antes se contenían en un día entero; la velocidad con que una noticia supera en popularidad a otra es intimidante. Y es la cantidad de contenidos lo que precisamente hace de esa avalancha informativa un tema inquietante. Su variedad, además. A la vez es posible discutir las gracias –entiéndase por gracia el excremento expulsado por un animal- de Juan Manuel Corzo, el estremecimiento que día a día sufre la estabilidad nacional a causa de la maldita niña o de la acción de la mano negra desmintiendo a las víctimas, incluso tiempo queda para cuchichear acerca de las rupturas sufridas por las parejas más reconocidas de Beverly Hills, Cali-fornia, ve, las de las de Colombia también, y del culo informe de una aspirante a diva. Los tiempos giran fatigados.
Todo lo anterior gracias a la velocidad con que se propagan las informaciones. Y, sin duda, las herramientas que más han contribuido a este hecho son las redes sociales –maldito sea el creador de tal mote-. No únicamente es posible enterarse de los hechos más distinguidos de la actualidad sino, en adición, encuentran su propia tribuna las actividades melifluas, lo que a nadie interesa, eso que nadie quiere saber. Maldición. Millones de opciones provechosas ofrecían estas herramientas como resultado de su utilización, sin embargo, lastimosamente, para nuestro dolor y el disfrute de los más, elegimos la peor de todas. En vez de tomar nuestro propio destino por el cuello y someterlo, triunfo de la consciencia, creando una identidad social competente, fértil intelectualmente para beneficio de la sociedad, hemos preferido abandonarnos a un sobresalto frenético en el que la zalamería y la idiotez son el lugar común. Rebaño vergonzante.
Mi primer contacto con las redes sociales tuvo ocasión en 2006. Y me tomaré la libertad de omitir, entre otros, al Messenger y demás artilugios, por así decirlo innombrables, carentes en absoluto de relevancia en este relato. Esta aclaración con el propósito de evitar que el lector desprevenido se extravíe en sus propias abstracciones y juzgue mi conocimiento e interés por estos instrumentos, indispensables hoy en día, más bien comparables con los de un neófito. Aunque esta aproximación no es del todo equivocada. Ya se dará cuenta usted del porqué. Retomando el relato abandonado, en 2006, un lustro atrás, más o menos, abandonándome a la incomodidad de una banca de parque –uno con nombre relativo a la realeza, en el que los policías que lo custodian, en lugar de perseguir a los pillos, le ofrecen unos cuadritos de papel higiénico con el ánimo de socorrer a las víctimas de apuñalamientos-, licenciosa es la concesión natural que para sí tiene el estudiante, extendiendo su mano para que tomara el cigarro de marihuana entre mis dedos, recriminaba mi amigo, “¿Y qué? ¿Nunca va a abrir una cuenta en feisbuc?”. Fingí no oírlo y aspiré una profunda y larga bocanada. “Lo que usted no sabe es que, deliberadamente, no me ha antojado incluirlo a usted”, pensé luego, aturdido –no sé si a causa del efecto del THC mezclándose en mi torrente sanguíneo o de lo insubstancial que me resultaba la conversación-.
Ahora bien, el miércoles inmediatamente anterior el profesor Camilo Jiménez, AKA @bocasdeceniza, dejó a todos quienes tuvimos la oportunidad de leer la última entrada en su blog, en primera instancia, boquiabiertos, ya fuera resultado de su lectura, indignante asombro o bien condescendiente solidaridad. El profesor Jiménez explicaba en ésta los motivos que lo llevaron a renunciar a su cátedra Evaluación de Textos de No Ficción, en la Universidad Javeriana, palabras más palabras menos, porque sus estudiantes no son siquiera capaces de escribir un párrafo correctamente “Donde se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito –ortografía, sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas de cortesía que quien escribe debe tener con su lector: claridad, economía, pertinencia.”, según sus propias palabras. En mi caso, debo decirlo, me siento completamente identificado con la crítica. En consecuencia, se hizo más conocido el texto gracias a su difusión en tuíter y, como si no fuera suficiente, fue publicado el viernes en El Tiempo a manera de columna de opinión. Como reguero de pólvora se explayó el alboroto. Las voces de protesta no se hicieron esperar y, en segunda instancia, se dio origen a un flujo de respuestas a la carta de renuncia del ahora afamado profesor y de respuestas a la respuesta, y así. Yo, como fiel miembro de mi generación, excelente ejemplar de este rebaño idiota y zalamero al que pertenezco, uno mi voz a las miles que alientan o crucifican al profesor Jiménez. Aunque, sea apreciada la aclaración, después de mucho reflexionar, me inclino también a pensar que el profesor Jiménez espera mucho más de lo que sus alumnos pueden dar. Un párrafo.
Recuerdo con claridad, hace unas cuantas semanas ya, un compañero de estudios en el colegio, Felipe Leal, actualmente profesor, de esas personas con las que rara vez nos cruzamos un saludo y, si por coincidencia nos llegamos a topar el uno con otro en la calle, apuesto mi vida, nos ignoraríamos, se quejaba de los disminuidos atributos intelectuales con los que sus estudiantes afrontaban su cátedra y, en general, todos sus demás complementos y requisitos. Sabrá Dios la especialidad a la que dedica sus esfuerzos este ilustre académico. Lo que sí me quedó claro es que para el profesor en cuestión no es suficiente con renegar de la inferioridad intelectual de sus estudiantes sin haberse ufanado antes de la profundidad explícita de sus lecturas. Entre otros, con el mentón bien en alto, cita a escritores como Jim Rohn, Wayne Dyer, Zig Ziglar y Larry Winget -gurú entre los midgets-, reconocidísimos autores de documentos editados a lo largo y ancho del mundo en el competido campo de la autoayuda. Extrañé, no obstante, la inclusión de Paulo Coelho en esta selecta lista. Omisiones de las que nunca estamos exentos a escapar. Eso sí, todos y cada uno de los productos de sus cavilaciones juiciosamente documentados en las redes sociales, desconociendo por completo el uso de tildes, puntuación, además de los mínimos menesteres exigidos a sus alumnos a tener en cuenta por parte del profesor Jiménez.
Le pregunto entonces a Camilo Jiménez, y espero no sea mucho el atrevimiento de mi parte, si nos hemos acostumbrado a que, incluso orgullosos y ávidos lectores a razón de un libro al mes en promedio, tal el caso del profesor Leal, no sean capaces de redactar una frase correctamente en ciento cuarenta caracteres, por qué hemos de reclamar el mismo trato al idioma en la extensión de un párrafo.
Definitivamente, el problema, ni más faltaba, no digo que sean las redes sociales -de no ser por estas herramientas, tuíter especialmente, la difusión de esta discusión se habría limitado al cerrado círculo de quienes a su haber tienen el oficio de la escritura, su hogar la academia- sino, por el contrario, sus participantes. Cuando no todos, una gran proporción de ellos. Usuarios, en exceso, de los gerundios como primera palabra en una frase; inseguros, creyendo como insuficiente un signo de admiración en el momento de dar emoción a sus enunciados; abusivos corsarios que hurtan los chistes de tuíter para correr a balar y congraciarse con su prole en feisbuc; COPIA ÉSTO EN TU MURO SI EN ALGUNA OCASIÓN HAS COMETIDO CUALQUIERA DE ESTOS ADEFESIOS.
Alarmante es, sin titubeos, que los comunicadores no sean capaces de redactar un párrafo si, en efecto, ese ha de ser su oficio, componer las sutilezas del lenguaje a partir del lenguaje de las sutilezas.
Así las cosas, profesor Jiménez, lo reto entonces a que encuentre un párrafo susceptible de ser leído en esta entrada.
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