Entre viejos es común colgarse al cuello la escarapela de
identificación en calidad de visitante, caminar por la derecha y respetar el
turno, aunque, de revés en cuando, saltar algunos turnos haciendo merecido uso
de la fila para discapacitados, embarazadas y personas de la tercera edad
(debiera de haber una categoría para quienes, a pesar de no ser considerados
viejos, así se sientan); en vista de lo prolongado de los recorridos y de los
dolores de rodilla pedir que le sea cedida la silla azul; ya sea por el
‘helaje’ ponerse la bolsa de agua caliente a los pies o bien a causa del cólico
hacerla descansar sobre la barriga; referirse al frío excesivo como ‘helaje’; con
el estandarte de la anorexia declararle la guerra al colesterol, al gluten, a
los transgénicos, al glifosato, al azúcar, a la cafeína, y de las selfies hacer el trofeo de batalla en
los anales de Instagram®; estirar el sueldo con el objeto de ahorrar para
comprar un Walkman o un reproductor de LaserDisc; por horas extenderse, hasta
quemarse las puntas de los dedos con los cigarrillos que se resisten a
extinguirse, a hablar del clima como si se tratara de Petro, que ‘los
cachiporros’, que ‘hace veinte años ésto o aquello’, o que ‘este año se pasó
volando’ y que ‘ya no se hizo nada’.
No transcurrió este 2015 más pronto
de lo que tardó el anterior en inspirar los buenos propósitos de año nuevo ni
hará falta esperar hasta el siguiente para comprobar si, en comparación, menos
o más personas empezaron a asistir al gimnasio, a dejar de fumar. Si acaso, el
próximo año se hará insoportablemente más largo por un día.
El tiempo es caprichoso, como un
niño viejo. De repente se le intuye perdido, dando giros sobre sí, cerrando un
círculo tras otro. Cuanto más necesaria es su prisa, más parsimonioso se hace. Y,
en efecto, de ser su pesado transcurso el objeto del deseo, se desvanece como
el suicida humo del cigarrillo que se estrella contra el cielorraso indefenso.
Sirva el tiempo, además, como
unidad de medida para el tedio producto de la música de Pink Floyd.
Ahora bien, en perspectiva, el
niño es viejo por cuenta de los círculos que abre y se atreve a cerrar, y el
viejo, del mismo contrario y en sentido modo, se hace niño, de tal manera, al
cerrar círculos que nunca antes abrió. A una cosa se le conoce como desaplicación y, a la otra, incontinencia.
La acumulación de experiencia
significa un detrimento en la estimación de los años. Un año escolar significa
poco menos que una tortura; de años siderales y canciones de Pink Floyd sabemos
los viejos. Es decir, no es comparable la percepción de un año para un viejo que
ha sobrevivido, no sé, supongamos, 60 de ellos, a la de un niño que, con suerte,
tendrá conciencia de una decena. El tiempo se manifiesta como un libro leído, y
un libro tiempo perdido de manifiesto. Inocente de cuanto le espera, el lector se
pierde en el tiempo: las páginas restantes son pesadas, y las dejadas atrás,
pocas; luego, los personajes son viejos conocidos, niños extraños, y cada
página luce más corta: porque en práctica, muchas se han pasado.
La vida no puede ser tanto como
escribir un libro, poco como sembrar un árbol, menos aún, escribir un libro y sembrar un árbol para suplir a un hijo no
nacido, a pesar de que sea nomás que cerrar círculos en el sentido en que
corren las manecillas del reloj.
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