Con razón puede considerarse como una hazaña envidiable por los más experimentados atletas alrededor del mundo la medalla de plata que se colgó Caterine Ibargüen sobre su pecho. No obstante el júbilo inmoral con que selló su proeza, pudo haberle arrebatado el trofeo dorado a su rival kasaja, Olga Rypakova, de haber lanzado ese puñado de arena a los ojos de la kasaja, en lugar de lanzarlo al aire.
Durante su rutina de seis saltos, el más largo fue el sexto, de 14.80 metros, un centímetro más largo que el de la ucraniana Olha Saladuha, que le valió desplazarla al tercer lugar.
En el primer salto mi negra de plata alcanzó los 14.45 metros; en el tercero se estiró cuanto más pudo y marcó 14.67 metros, apretando la tabla de posiciones a su favor, hasta el momento. Similares registros tuvo en su cuarto y quinto intentos, 14.34 y 14.35, respectivamente.
Paradójicamente, al segundo salto, quizás en el que mejor ubicó su pie, más cercano a la tabla de batida sin sobrepasarla, lo resignó creyéndolo inválido. ¡Ay, mi negra con sonrisa de plata!
Luego de la premiación se vio el júbilo inmoral. No perdió ocasión Ricardo Orrego de saltar sobre ella —habilidad digna de admirar en un cordado de la clase sauropsida (lagartos) cuando se sabe que es una característica propia de los pertenecientes a la clase anphibia (sapos)— a chuparle la sangre, si no a sacarle algo de provecho a su plata, a su sonrisa.
Y no lo digo porque deteste a Ricargo Orrego; Pff, valiente gracia, eso lo hace cualquiera. Pero el único homenaje por anticipado que recibieron los deportistas colombianos fue una iniciativa de Señal Colombia. Bravo por la televisión pública. Mala, pésima la labor de la televisión privada.
Ni qué decir del trágico agradecimiento que ella en vivo le extendió a Santos a cuento de qué: muy similar a la excesiva gratitud de Oscar hacia el padre que nunca lo reconoció.
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