lunes, 12 de diciembre de 2011

LO RETO, PROFESOR JIMÉNEZ, A ENCONTRAR UN PÁRRAFO SUSCEPTIBLE DE SER LEÍDO EN ESTA ENTRADA.

A las diez de la mañana ya se han intercambiado los comentarios que antes se contenían en un día entero; la velocidad con que una noticia supera en popularidad a otra es intimidante. Y es la cantidad de contenidos lo que precisamente hace de esa avalancha informativa un tema inquietante. Su variedad, además. A la vez es posible discutir las gracias –entiéndase por gracia el excremento expulsado por un animal- de Juan Manuel Corzo, el estremecimiento que día a día sufre la estabilidad nacional a causa de la maldita niña o de la acción de la mano negra desmintiendo a las víctimas, incluso tiempo queda para cuchichear acerca de las rupturas sufridas por las parejas más reconocidas de Beverly Hills, Cali-fornia, ve, las de las de Colombia también, y del culo informe de una aspirante a diva. Los tiempos giran fatigados.
Todo lo anterior gracias a la velocidad con que se propagan las informaciones. Y, sin duda, las herramientas que más han contribuido a este hecho son las redes sociales –maldito sea el creador de tal mote-. No únicamente es posible enterarse de los hechos más distinguidos de la actualidad sino, en adición, encuentran su propia tribuna las actividades melifluas, lo que a nadie interesa, eso que nadie quiere saber. Maldición. Millones de opciones provechosas ofrecían estas herramientas como resultado de su utilización, sin embargo, lastimosamente, para nuestro dolor y el disfrute de los más, elegimos la peor de todas. En vez de tomar nuestro propio destino por el cuello y someterlo, triunfo de la consciencia, creando una identidad social competente, fértil intelectualmente para beneficio de la sociedad, hemos preferido abandonarnos a un sobresalto frenético en el que la zalamería y la idiotez son el lugar común. Rebaño vergonzante.
Mi primer contacto con las redes sociales tuvo ocasión en 2006. Y me tomaré la libertad de omitir, entre otros, al Messenger y demás artilugios, por así decirlo innombrables, carentes en absoluto de relevancia en este relato. Esta aclaración con el propósito de evitar que el lector desprevenido se extravíe en sus propias abstracciones y juzgue mi conocimiento e interés por estos instrumentos, indispensables hoy en día, más bien comparables con los de un neófito. Aunque esta aproximación no es del todo equivocada. Ya se dará cuenta usted del porqué. Retomando el relato abandonado, en 2006, un lustro atrás, más o menos, abandonándome a la incomodidad de una banca de parque –uno con nombre relativo a la realeza, en el que los policías que lo custodian, en lugar de perseguir a los pillos, le ofrecen unos cuadritos de papel higiénico con el ánimo de socorrer a las víctimas de apuñalamientos-, licenciosa es la concesión natural que para sí tiene el estudiante, extendiendo su mano para que tomara el cigarro de marihuana entre mis dedos, recriminaba mi amigo, “¿Y qué? ¿Nunca va a abrir una cuenta en feisbuc?”. Fingí no oírlo y aspiré una profunda y larga bocanada. “Lo que usted no sabe es que, deliberadamente, no me ha antojado incluirlo a usted”, pensé luego, aturdido –no sé si a causa del efecto del THC mezclándose en mi torrente sanguíneo o de lo insubstancial que me resultaba la conversación-.
Ahora bien, el miércoles inmediatamente anterior el profesor Camilo Jiménez, AKA @bocasdeceniza, dejó a todos quienes tuvimos la oportunidad de leer la última entrada en su blog, en primera instancia, boquiabiertos, ya fuera resultado de su lectura, indignante asombro o bien condescendiente solidaridad. El profesor Jiménez  explicaba en ésta los motivos que lo llevaron a renunciar a su cátedra Evaluación de Textos de No Ficción, en la Universidad Javeriana, palabras más palabras menos, porque sus estudiantes no son siquiera capaces de escribir un párrafo correctamente “Donde se atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito –ortografía, sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas de cortesía que quien escribe debe tener con su lector: claridad, economía, pertinencia.”, según sus propias palabras. En mi caso, debo decirlo, me siento completamente identificado con la crítica. En consecuencia, se hizo más conocido el texto gracias a su difusión en tuíter y, como si no fuera suficiente, fue publicado el viernes en El Tiempo a manera de columna de opinión. Como reguero de pólvora se explayó el alboroto. Las voces de protesta no se hicieron esperar y, en segunda instancia, se dio origen a un flujo de respuestas a la carta de renuncia del ahora afamado profesor y de respuestas a la respuesta, y así. Yo, como fiel miembro de mi generación, excelente ejemplar de este rebaño idiota y zalamero al que pertenezco, uno mi voz a las miles que alientan o crucifican al profesor Jiménez. Aunque, sea apreciada la aclaración, después de mucho reflexionar, me inclino también a pensar que el profesor Jiménez espera mucho más de lo que sus alumnos pueden dar. Un párrafo.
Recuerdo con claridad, hace unas cuantas semanas ya, un compañero de estudios en el colegio, Felipe Leal, actualmente profesor, de esas personas con las que rara vez nos cruzamos un saludo y, si por coincidencia nos llegamos a topar el uno con otro en la calle, apuesto mi vida, nos ignoraríamos, se quejaba de los disminuidos atributos intelectuales con los que sus estudiantes afrontaban su cátedra y, en general, todos sus demás complementos y requisitos. Sabrá Dios la especialidad a la que dedica sus esfuerzos este ilustre académico. Lo que sí me quedó claro es que para el profesor en cuestión no es suficiente con renegar de la inferioridad intelectual de sus estudiantes sin haberse ufanado antes de la profundidad explícita de sus lecturas. Entre otros, con el mentón bien en alto, cita a escritores como Jim Rohn, Wayne Dyer, Zig Ziglar y Larry Winget -gurú entre los midgets-, reconocidísimos autores de documentos editados a lo largo y ancho del mundo en el competido campo de la autoayuda. Extrañé, no obstante, la inclusión de Paulo Coelho en esta selecta lista. Omisiones de las que nunca estamos exentos a escapar. Eso sí, todos y cada uno de los productos de sus cavilaciones juiciosamente documentados en las redes sociales, desconociendo por completo el uso de tildes, puntuación, además de los mínimos menesteres exigidos a sus alumnos a tener en cuenta por parte del profesor Jiménez.
Le pregunto entonces a Camilo Jiménez, y espero no sea mucho el atrevimiento de mi parte, si nos hemos acostumbrado a que, incluso orgullosos y ávidos lectores a razón de un libro al mes en promedio, tal el caso del profesor Leal, no sean capaces de redactar una frase correctamente en ciento cuarenta caracteres, por qué hemos de reclamar el mismo trato al idioma en la extensión de un párrafo.
Definitivamente, el problema, ni más faltaba, no digo que sean las redes sociales -de no ser por estas herramientas, tuíter especialmente, la difusión de esta discusión se habría limitado al cerrado círculo de quienes a su haber tienen el oficio de la escritura, su hogar la academia- sino, por el contrario, sus participantes. Cuando no todos, una gran proporción de ellos. Usuarios, en exceso, de los gerundios como primera palabra en una frase; inseguros, creyendo como insuficiente un signo de admiración en el momento de dar emoción a sus enunciados; abusivos corsarios que hurtan los chistes de tuíter para correr a balar y congraciarse con su prole en feisbuc; COPIA ÉSTO EN TU MURO SI EN ALGUNA OCASIÓN HAS COMETIDO CUALQUIERA DE ESTOS ADEFESIOS.
Alarmante es, sin titubeos, que los comunicadores no sean capaces de redactar un párrafo si, en efecto, ese ha de ser su oficio, componer las sutilezas del lenguaje a partir del lenguaje de las sutilezas.
Así las cosas, profesor Jiménez, lo reto entonces a que encuentre un párrafo susceptible de ser leído en esta entrada.

jueves, 8 de diciembre de 2011

SI TE DECAPITÉ, YA NO ME ACUERDO. RETRATO DE UNA LEY ALCAHUETA.

Escoltados como Dios manda, a la usanza de las operaciones militares tradicionales, por una caravana de  representantes de las fuerzas del estado colombiano, tres sanguinarios líderes paramilitares, Salvatore Mancuso, Ramón Isaza e Iván Roberto Duque, el 28 de julio de 2004, atraviesan la vía que conduce desde Santa Fe de Ralito hacia el aeropuerto Los Garzones, Montería, donde una aeronave los esperaba para conducirlos, sin escalas, hacia una base militar en Bogotá, y de allí al Congreso, no obstante su terrorífico poder en el norte del territorio nacional, a reclamar su lugar en la historia.
A agitar sus manos, a dar cátedra, a ponerse en el lugar de Dios. A reprender a propios y extraños a causa de la ligereza con que se han redactado las leyes. No es justo que después de haber descuartizado y asesinado, de poner en riesgo su pellejo, se dieran el lujo los comandantes y prescindiesen de estrechar las manos de sus socios. Así reza el nuevo mantra de moda, buen heredípeta ingrato que es su autor, “no me crean tan pendejo”. Explica Mancuso ante el desfile de asesinos a sueldo contratados –directamente desde la oficina de envigado- para su protección, el origen de los grupos de autodefensa “de forma espontánea y en legítima defensa propia y de nuestras comunidades, (…) empujados al abismo de la guerra por el vacío de poder y la barbarie”. Animado por sus camaradas parlamentarios, no pierde ocasión, pues, de intimidar también a sus rivales, haciéndoles saber que el todopoderoso está de su lado, y añade “Que Dios, a través de nosotros, realice sus designios de paz para todos los colombianos.” Aunque, ventaja desde el punto de vista de sus enemigos, su aliado más poderoso sería calificado de imaginario. Bien podría, por el contrario, haber hecho alusión el comandante, subordinado del de los afectos de Salud, a la calidad de mesías de su benefactor.


Protegidos al amparo de una ley generosa, alcahueta, en el estricto sentido de la palabra, los jefes de las AUC, muy cómodos ellos, y reconfortados en la negligencia de un sistema de justicia incipiente, fortín del asesino y traficante, del débil, azote implacable, lavaban sus manos con las lágrimas de viudas, madres y huérfanos indefensos “yo no ordené ese asesinato”, y sorpresivamente, dando un giro inesperado, compensaban a sus víctimas, palmaditas en el hombro, “yo averiguaré”. De mala gana. Todo a través de telones sobre los que se proyectaba, a propósito, el pálido rostro de la ley.
Aquél bochornoso espectáculo interpretado por los consentidos del gobierno anterior. La asistencia a las víctimas, por su parte, en manos del establecimiento, es irrespetuosa. Psicólogos del CTI sugerían a los dolientes explicarle a los niños la muerte como una manifestación de la voluntad de Dios –no se olvide que Dios está del lado de los buenos-, queriéndoles decir “la culpa no la tiene nadie”, mermando todo arresto espontáneo y deliberado en detrimento de que esos niños alimenten cualquier resentimiento contra la milicia o a las autodefensas. Una barricada mental que evite a la verdad sobreponerse a toda la tierra que han amontonado sobre sí. Así entonces, disminuidas las víctimas, exhausto su orgullo después de atravesar el país, de cabo a rabo, rogando por clemencia y recibir a cambio portazos en sus narices, deshidratadas a causa del llanto ininterrumpido, les son restituidos algunos cortes transversales de vértebras y fémures fragmentarios, dos centímetros de diámetro describen los orificios perfectos que explican la causa de muerte en los cráneos, ocasionalmente. Dispuestos los restos en osarios demasiado grandes para ser depositados apropiadamente en las fosas de los cementerios públicos, pompa y circunstancia amenizan al son de una organeta.


Gracias a Dios, la política de seguridad democrática enfiló, sumados a los de la educación y la salud, sus esfuerzos y recursos a recuperar las zonas tomadas por la delincuencia. Brindar sosiego a la población civil dejando descansar sobre el regazo de un estado comprometido con la prosperidad todas sus angustias, a expensas de extender esa certidumbre por fuera del palacio presidencial.
Pese a transmutarse estas prácticas en una política de abuso en menoscabo del campesino, la seguridad favoreció el despojo de tierras, feria del latifundio para grandes terratenientes. ¿Quién mejor para aumentar su productividad? Con la bondad del político, dibujando sonrisas retorcidas en sus rostros, mirándolos por encima del hombro, fueron restituidas sus tierras a los campesinos cuando, en realidad, el aparato militar de la nación –ejército, armada y fuerza aérea- defiende la política del pillaje.
Corríjame si me equivoco, ¿no es peculado acaso en gravísima consideración, si no antes una actuación criminal intestina, la acción de destinar los recursos (de toda índole) de una nación aislada en la indigencia, al asesinato de líderes sociales y sindicales, campesinos, ejecuciones extrajudiciales de desempleados y drogadictos, lacra inmunda, lastre inútil con el que arrastra la sociedad, nunca objeto de programas sociales de rehabilitación, haciéndolos pasar por guerrilleros o paramilitares dados de baja en combate? Política de la sustracción. Menos mercenarios de los qué preocuparse; menos desempleados, tres mil aproximadamente; menos recursos destinados a inversión social; menos honestidad; menos amenazas terroristas marcadas en el pecho con la escarapela OPOSICIÓN. A menos que mi juicio sea arbitrario.
En resumen, identificada con el número 975, la Ley De Justicia Y Paz tenía por objeto principal, entre otros, al momento de su implementación en el año de 2005, “facilitar los procesos de paz y la reincorporación (…) a la vida civil de miembros de grupos armados al margen de la ley, garantizando los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación”. Nanay cucas. De eso tan bueno no dan ni cincuenta pesos de nada.
Miles de familias abandonadas a su muerte, al dolor de no saber qué es peor, si hallar entre matorrales el cuerpo de sus maridos, hijos y padres, decapitados, o, por el contrario, no tener ni idea de a dónde fueron a parar. Ésto no hay con qué repararlo. “Uno siente como una papaya atravesada en la garganta… las palabras no salen”, pienso; esbozo una sonrisa triste al caer en cuenta de lo ridículo y tropical que suena eso de la papaya, tratándose de asuntos tan delicados como es el de la paz.