La evidencia es que los hechos no dejan asidero a duda alguna. El mundo se va a acabar hoy, mañana, si corremos con suerte pasado mañana, y las señales apocalípticas no cesan de ocupar los espacios de privilegio en medios de comunicación impresos y digitales: multitudinarias congregaciones civiles opositoras a los regímenes económicos impuestos a las malas en el viejo y obsoleto continente, súmele organizaciones estudiantiles en Latinoamérica, sin contar con las revoluciones patrocinadas por occidente acaecidas en oriente medio; es una pena el abandono y sometimiento que sufre el pueblo árabe, rico en teoría; corre el rumor, de que manga por hombro se acaba de arrebatar la riqueza de las manos a los dictadores con el objeto de ser ofrecida, a cambio de nada, a los tiranos demócratas, representantes de los valores británicos y franceses –valientes valores los que heredó a todos nosotros el venido a polvo imperio romano-; son tiempos de indignación. Hecatombe, ya lo creo, haciéndolo más familiar para el lector desprevenido.
Por variar, también nos ha dado por imitar la insatisfacción acá, sí, lar del asesino y traficante, concupiscencia y redención de la corrupción a la vez, Colombia tierra querida, estercolero de la moral. Colombia, ese lugar donde no provocan preocupación las inundaciones locales pero sí asustan los huracanes que golpean la costa este de la unión americana.
Y sí, cuando aún nos queda vida, antes de ser achicharrados por un asteroide colosal o ser desmembrados con motosierra nuestros cuerpos y dispuestos a reposar los residuos resultantes del procedimiento en el fondo del Cauca, es preciso hacer memoria.
Con gratitud recibimos la coincidencia, serán 23 años y unos días en que tuvo lugar la masacre en Segovia: Un grupo de paramilitares, liderados en ese entonces por el próspero ganadero actualmente radicado en Liverpool, Fidel Castaño, fuertemente armados irrumpieron en el pueblo con el propósito de asesinar, lista en mano, cualquier vestigio viviente de la UP, partido político de izquierda triunfador en las elecciones locales, bendición previa extendida por el bonachón presidente Belisario Betancur. Ráfagas de fuego fulguraron bajo el manto de penumbra en el que descansaba Segovia la noche del once de noviembre, antes de irse agotado 1988, una bota se encaja en los testículos de un perro curioso, en medio de los jadeos una pareja de amantes es sorprendida por los proyectiles mientras hacen el amor –aj, aj, aj… pum-, conquista y agitación reactiva equivocada, sangre que brota a borbotones por los agujeros salpica sobre el rostro de uno de los mercenarios inclementes, y una carcajada. Cuarenta y tres personas se cruzaron en el camino del escuadrón de paramilitares y del ex congresista César Pérez García, quien ordenó apretar el gatillo para su provecho político, diputado por Antioquia al momento de su captura, aliado incondicional del gobernador del departamento, Luis Alfredo Ramos.
No sobra preguntarse, en consecuencia, cuál es el motivo de haberle sugerido el gobierno de turno a los miembros que integraron la UP su inserción política, provenientes desde movimientos controvertibles como el PCC hasta las FARC, simplemente, con el objeto de hacerles creer su iniciativa como el primer paso hacia la reconciliación civil, cuando no pretendían más que aprovechar su visibilidad y llevar a cabo su malévolo plan, uno a uno, perseguirlos y ejecutarlos hasta marginarlos al exterminio.
Sin temor a equivocarme, las cualidades de Bernardo Jaramillo Ossa o José Antequera, de Pizarro incluso, no tienen nada que envidiarle a las de Álvaro Gómez Hurtado.

Un par de semanas atrás fue electo en Bogotá como alcalde mayor Gustavo Petro Urrego, reconocido menos por sus valientes denuncias desde su curul en el senado a las infiltraciones en el poder legislativo –bobo útil para el ejecutivo- de los paramilitares, a diferencia de su pasado como militante cobardón del M-19. Incipiente es la palabra que mejor describiría las elecciones inmediatamente anteriores, a pesar del gran fervor popular, de la agitación social, del inconformismo, el recién elegido alcalde mayor del distrito capital no obtuvo ni siquiera 800.000 votos, cerca del 30% de la votación local. Con razón, muchos preferimos seguir las elecciones desde casa, a través de la tele y tuíter, mejor que hacer arte en el circo, aunque sí me dolió no acercarme al puesto de votación, debo confesar, por vez primera desde que tengo edad para votar, pintarle unos bigotes al retrato del candidato uribista –sujeto ileso, sus electores miopes nunca le cobraron, paradójicamente, las losas defectuosas de Transmilenio que ya nos han costado más de $300.000 millones, y seguimos pagando-. No obstante la desidia, Bogotá ha demostrado tener una consciencia coherente con la realidad nacional y, durante tres períodos consecutivos la balanza se ha inclinado hacia la centro izquierda.

Sin embargo, después de obtenidos los resultados del ejercicio electoral, los inconformes dejan entrever el temor causado a partir de su derrota, atizan el fuego con sus provocaciones, alentados por columnas de opinión publicadas en nombre de personajes de ética proscrita y odio desmedido. Si de un lado los victoriosos no dejan de alardear y de pararle bolas a las provocaciones y, por su parte, los miembros del bando contrario no se oponen con ideas y argumentos -reconocidos por estar orgullosos de su virilidad, de pegarle en la cara a los maricas-, no nos queda mucho por esperar, como opinan muchos acerca del eterno anhelo de la paz, “qué se le va a hacer”. La coyuntura que descansa en las manos de Petro es invaluable. Moreno y Garzón no fueron más que unos astutos oportunistas que no dejaron pasar de largo la ocasión de capitalizar el descontento general en votos, utilizando como plataforma al ya deteriorado Polo Democrático. El futuro alcalde de la ciudad es hijo y legítimo heredero de la única iniciativa de paz cívica que ha tenido la nación en 20 años, la séptima papeleta, a diferencia de Cano, persistente ideólogo de las FARC, cadáver insepulto, trofeo para el establecimiento y objeto del morbo popular.
De seguir sus preceptos de justicia y equidad social, Petro se muestra desde ya como el más serio adversario en frustrar el anhelo de reelección de Santos, y el de la eventual re-reelección de Uribe.