miércoles, 25 de febrero de 2015

¿KIEV QUIERE SER MILLONARIO?

Apriete un cigarro entre los labios. Sírvase un café y tírelo por el retrete. Mejor le haría un trago. Aspire el humo del cigarro, quémese la garganta. Queme el humo con su garganta áspera. Pase saliva.
Agarre el teléfono, deslice el dedo torpe sobre la pantalla. Presione el botón equivocado.
[NUKE]
Suelte la mano de la zorra que lo acompaña en el bar. Hágale creer lo que le ha hecho creer a todas: que el amor y el gusto son la misma mierda. Bésela. Agárrele una teta. Sienta asco. Bésela nuevamente.

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Olga era Ucraniana. Quizás la mejor pianista que hubo en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX. Fue amiga nuestra. De Anuar, Rafael, de los Juanmanueles, López y Botero, de Ospina; amiga mía también.
Olga llegó a Colombia de la mano de Gilberto, otro amigo, más difícil de llevar, pero igual un amigo. Un tipo que llegó por elección, no por coincidencia a la Unión Soviética, cansado aunque convencido. Un tipo que tuvo suficientes pantalones para contrabandear jeans Levi’s con el propósito de sobrevivir. Y ya. El tipo volvió a Colombia con Olga y con un niño que venía con la experiencia de haber escapado del régimen soviético por Siberia (su abuela escapó con él en brazos, saltó de un tren que había sido interceptado por un retén militar, hundió sus pies en la nieve, lo que le dejó severas quemaduras), y con un título en gerencia portuaria. Andrey, mi hermano, hijo de Olga y Gilberto; un tipo que, como yo, escribió su trabajo de grado en un fin de semana. Un tipo que, como yo, tuvo muchos fines de semana disponibles para desperdiciar, y dedicó uno para terminar lo que no pudo terminar con él.
Olga era ucraniana, rubia, inteligente, putamente inteligente, indiscreta, aunque más colombiana que la vergüenza de tener que enseñar un pasaporte colombiano. Olga amaba más que nadie a Andrey. Olga sufrió un accidente cardiovascular mientras la vida vivía a Andrey en Australia. La despedida se la dimos con el rencor de no haberle hablado antes. Con el rencor de haberle oído hablar sobre Dvoryak y Rachmaninov sin siquiera entenderle. Con Andrey ausente.

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Olga hizo su postdoctorado en Ucrania. Trajo, de regreso, vodka, matrioskas a más no poder, camisetas desde el aeropuerto de Amsterdam, y camisetas chiviadas de la selección de fútbol ucraniana, además de sus memorias sobre el día en que conoció a Putin: un enano diabólico, según lo que ella comentara.
Los padres de Olga, hoy es aún el día en que viven en Ucrania. En Kiev (dígase quiív).

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Deslice el dedo necio sobre la pantalla del teléfono. Yerre. Corrija. Llame a la persona correcta: Andrey.